Relatos laborales de José María García Martínez (1957-1964)

El tablón de ocho metros


Allá por el 1961-1962, a los Peritos Industriales, que llevábamos un Plan de Estudios propio, aunque nos examinaban según el plan oficial de la Escuela de Peritos Industriales de Córdoba, nos tocó hacer prácticas de Forja y Soldadura, autógena y eléctrica.
Estas especialidades tenían su sede en la nave de talleres que lindaba entonces con la pista de atletismo. Eran los Talleres Metalúrgicos, que comprendían Moldeo, Fundición, Forja y Soldadura.

El jefe de ellos era el Sr. Carrillo de Albornoz, padre de nuestros compañeros Agustín y no recuerdo el otro. En la fundición había un cubilote, un horno de reverbero e, incluso, un Bessemer, que era lo más avanzado entonces. Ningún centro de enseñanza español disponía de estos medios.

Tuvimos un profesor de Forja y Soldadura, campechano y pintoresco pero un excelente profesional. Lamento no recordar su nombre, pero le decíamos El Tocho, apodo que sí creo recordar que salió de la cachonda mente del amigo Palomares.

Cuando nos explicaba algo, siempre comenzaba, “Si cogemo un tocho…”. El apodo le venía como anillo al dedo, era una de esas personas nobles, rudas, espontáneas que te encuentras en la vida, a las que no puedes dejar de admirar benévolamente.

En cierta ocasión se estaba rodando la película “Hola Muchacho”, película panfletaria de nulo éxito, que no reflejaba en absoluto la verdadera excelencia de las Universidades Laborales. Dejo esto aparte, porque preparo un estudio analítico al efecto. Vayamos a lo del Tocho. Llevaron a los actores y equipo a visitar los talleres. Cuando llegaron al de Forja, cesamos en la labor y pasó ante nosotros la comitiva, oyendo las explicaciones del Sr. Carrillo.

En esto que se nos acerca El Tocho por detrás de la fila haciéndonos comentarios admirativamente fuertes y contundentes sobre las bondadosas formas de la actriz Ana Mariscal, con los que estuvimos jocosamente de acuerdo. Por ejemplo, “¿No le podían caer unas virutas entre las … de la escotera que se tuviera que despelotar?” En fin, así era El Tocho, que cogía una barra recién salida de la fragua con las manos desnudas, que eran como lija, y hacía una columna salomónica en el martillo pilón en diez minutos.

Otro día, estábamos varios comentando unos problemas de matemáticas de los que nos ponía Sanz de Lara. Era éste un excelente profesor, del que era un placer oír y ver sus explicaciones en el encerado. Las ecuaciones no las escribía, las dibujaba. Pues nos estaba escuchando atentamente El Tocho y nos suelta:
Pue le vai a decí ustede a ese Sanz de Lara este poblema: ¿cuánto kilo de serrín tié que comé un pato pa cagá un tablón de ocho metro?




Las ventanas de sotavento

Recuerdo con nostalgia y cariño al P. Carlos Alonso, O.P. (q.e.p.d.). Era cántabro, de Cóo de Buelna. Una excelente persona y buen educador. Alguien, ya en 1957 en Luís de Góngora, le colgó el apodo de Pelo Pincho que, por razones de economía lingüística, se contrajo definitivamente en El Pincho.

Como sabemos, las siglas OP corresponden a Ordinis Predicatorum, de la Orden de los Predicadores, la misma palabra lo dice, caracterizada por ser una de sus virtudes diferenciales la buena oratoria. Por ejemplo, el P. Alberto Riera, O.P., era famosísimo en toda España por ello. Pero el Pincho, a pesar de los enormes esfuerzos que hacía, no le salían sus alocuciones, podríamos decir, redondas. Saboreaba las palabras, se notaba mucho, cuando hablaba.

Teníamos un sistema de megafonía para todo el colegio cuya central estaba en la planta baja, en el despacho del educador, junto a las escaleras. Allí se nos ponía música, se nos daban avisos e incluso funcionó algún tiempo una emisora de radio, llevada por los propios alumnos.

En cierta ocasión, terminando la siesta, nos alertó el ruidillo ese que se sentía cuando conectaban el micrófono. Habló el Pincho, suave y pausadamente, consciente de que nos estábamos aún desperezando, mordisqueando las palabras:

“Se les ruega que cierren las ventanas de sotavento, porque el viento arrecia.”

Provocó primero nuestra sonrisa, después una general y sonora carcajada.

Que descanse en paz, este buen cura, buena persona y excelente amigo de todos.



El digcriminante


En 1º de Peritos, curso 1961-1962, los eléctricos teníamos una asignatura, Mecánica Técnica, de la que nos examinaba en la Escuela de Peritos, íbamos por libres, nada menos que el Arquitecto Municipal de Córdoba, Don Carlos Font.


En el examen de fin de curso una de las preguntas, la primera, era la definición de Momento, el momento de una fuerza. Me salió un examen bordado, preguntas y el problema. Se sabía, se sentía, cuando salías de un examen cómo había ido la cosa.

Nosotros en la Universidad Laboral teníamos una preparación muy sensiblemente superior a lo que se enseñaba en la Escuela. En Matemáticas, Física y Química, el más tonto hacía aviones.


Pues bien, salieron las notas y… Suspenso en Mecánica Técnica. ¡No me lo podía creer! Expliqué a los compañeros y al profesor de la Laboral, el examen entero de memoria. Todo correcto. Pensé acudir a reclamar al SEU pero me aconsejaron que no lo hiciera, dada la complicada personalidad del Sr. Font. Me aconsejaron ir a hablar con él y así lo hice.


Vivía en el centro de Córdoba, en una calle a la que se bajaba por la calle Góngora en dirección a la Mezquita. Eran las cinco de la tarde y hacía el mayor calor de todos los calores. Entré en el caserón, patio cordobés de piedra, y tuve que esperar más de una hora pues, seguramente, estaba echando la siesta. Le expliqué a lo que iba, sacó mi examen, me lo enseñó y no me dejó hablar más.

- Mire usté, en cuanto he visto este “digcriminante” ya no he leído más. Esto es una chuminá, está usted pegao. Vuelva en septiembre.


Se refería a que, por definición, un Momento es un producto vectorial y se representa, la forma matemática más sencilla, mediante un determinante. Esto no debía de saberlo en aquel momento el Arquitecto Municipal.
Marché resignado y cabizbajo.

Volví en septiembre y me puso notable.

Esta anécdota causó entonces risa y mofa de mis compañeros. Yo lo pasé muy mal, como si me hubiera caído el cielo encima. Todavía es hoy que sueño que me queda una asignatura por aprobar.


Puede ser una explicación de por qué, en algunas materias, los laborales estábamos mucho mejor preparados que los “oficiales”.



Don Rufo

En la Escuela de Peritos Industriales de Córdoba, en profesor de Religión era un cura anciano de los de antes. Es decir, era ante todo viejo, panzudo y campechano. Era una excelente persona, nunca suspendía a nadie. Pero cuando cateaba a alguno, lo hacía de modo peculiar.

En 1º de Peritos, los alumnos de la Universidad Laboral íbamos por libres, es decir, estudiábamos en nuestras aulas con nuestros profesores, pero teníamos que ir a exámenes trimestrales y finales a la escuela de Córdoba. En el examen de fin de curso de Religión, el cura Rufo puso las preguntas, cuatro o cinco de Historia Sagrada. En quince minutos yo ya las había contestado todas y dediqué el resto del tiempo a pasarlas a los demás. El resultado fue que aprobaron todos menos yo, porque me trabó Rufo. Cuando fui a por la papeleta de examen, ponía en ella “Devuelta papeleta”. Así eran los suspensos de Don Rufo.

A mí, que había estudiado tres años para cura en el Seminario de Corbán, de Cantabria, y me sabía hasta la lista de los Profetas, de los Hijos de Jacob y de los de Zebedeo.
Tuve que volver en Septiembre y me aprobó. Rufo nunca suspendía a nadie.



Coca Cola COES

Creo que fue en 2º de Peritos, verano de 1963, después de los tres meses de campamento de milicias en Montejaque, algunos tuvimos que volver en septiembre a la Universidad para preparar y examinarnos de alguna asignatura que se había quedado colgada en junio.

Ocurrió que nos encontramos que el Ministerio de Trabajo, que entonces llevaba José Solís, había organizado una Asamblea Nacional de Cooperativas Agrarias, o algo así. Una de las más importantes a nivel nacional era entonces la COES.

Conferencias, discursos, comercio y bebercio. A estos dos últimos actos nos invitamos unos pocos. Bien vestidos, asistimos a un acto de clausura que tuvo lugar en el Teatro Griego. Circundando el patio central habían dispuesto interminables mesas con todo tipo de viandas que nos supieron a gloria. La bebida tampoco faltó. Bebimos a triscapellejo y nos contagió e inundó la alegría de los cooperativistas.

Estando a lo nuestro, acertó a pasar junto a nosotros el ministro Solís; nos dio la mano, nos saludó y yo, contagiado del entusiasmo le dije que pronto la Coca Cola pasaría a llamarse “Coca Cola COES”. Él me miró sonriente, no sé si condescendiente o de mala leche y me dio una palmadita en la espalda. Hay compañeros, Palomares, Herrera, que recuerdan esto aún.

Nuestra fiesta terminó al día siguiente. Después de dormida la tajada, bajamos a media mañana enfundados en sábanas, parodiando a Nerón, a darnos un baño romano en el estanque central. Allí, debajo del agua, encontramos unas cuantas botellas de un excelente Whisky escocés, CONSULATE, que seguramente se le cayeron a alguien la víspera.




La Agrupación de Caza y Pesca


Allá por 1960, en el Colegio San Alberto, se crearon algunas agrupaciones; de cine, de pintura, etc. Estas eran “oficiales”, legales diríamos. Yo participé con otros, Alfonso del Rey Méndez, Alejandro Cañas Belátegui, en la de pintura. Teníamos la “sede” en el sótano, en un cuchitril en el que teníamos hasta un sofá. Allí pintábamos, pasábamos el rato y jugábamos al póker.

Pero existía otra, secreta, fuera del ordenamiento legal, la Agrupación de Caza y Pesca. Pertenecíamos a ella, entre otros pocos, Jacinto Martínez Palomares, Lino Rojo Ceballos y yo. Su vida fue efímera.

Los frailes tenían un palomar en las buhardillas del Paraninfo. Le llamábamos “el palomar de los curas”. Decidimos que nos vendrían bien unas pocas palomas para comérnoslas. Con premeditación y nocturnidad fuimos por ellas.

No salió bien. Montaron las palomas un alboroto, resistiéndose a ser paliativo de nuestra gula, que tuvimos que desistir. En la huída apareció por aquellas alturas un hermano lego que nos vio. No pudo dar datos de nosotros porque era en la oscuridad de la noche, pero sí notificó que uno de los fugitivos llevaba un brazo en cabestrillo, escayolado. Era el intrépido asociado Lino Rojo, al que no tardaron en identificar los servicios del enemigo.
Nos sometieron a interrogatorio a algunos, que no sabíamos nada, en el cuarto que estaba destinado al bedel del colegio.

Pero Lino admitió la evidencia, porque seguramente no había nadie más con un brazo en cabestrillo en toda la Universidad Laboral. Lino no cantó. La Agrupación de Caza y Pesca pasó a ser aún más clandestina. Se salvaron las palomas pero cayó alguna que otra gallina de esas que andaban sueltas por el monte.